Querido Clint: Antes que nada, felicidades por tus 80 primaveras tan bien llevadas. Desprendido del aroma de la cortesía, quiero enviarte con estas letras el deseo de que sean otros 80 años los que vivas para poder seguir maravillándonos con tu maestría. Queremos seguir viendo al Clint canalla de El sargento de hierro o El principiante, al Clint crepuscular de El jinete pálido o Sin perdón, al Clint implacable vestido de Harry Callahan, al Clint sentimental (sí, señores, él también sabe hacerlo), de Los puentes de Madison.
Es un deseo de muchos el que sigas al pie del cañón ofreciéndonos películas que se convertirán en obras maestras o no, pero que a buen seguro, darán que hablar porque eres CINE. Representas eso que ha dado en llamarse la fábrica de sueños. Da igual que fueras vestido con ajado poncho, con traje de corte setentero, con atuendo de predicador con el alma atravesada por disparos lejanos o liándote a mamporros al lado de un simio gigante. Los que has hecho por nosotros no tiene precio. Nos has alegrado el día, nos enseñaste que el mundo se divide entre los que cavan y los que tienen un revólver (y que es mejor tener uno a mano y no necesitarlo, que necesitarlo y no tener uno a mano), y que los días de suerte son aquellos en que no tienes delante una Magnum 44.
Todo esto (y más) es Clint Eastwood, el tipo duro que creó escuela en las películas del Oeste de Sergio Leone y que, años después, se reinventó como analista minucioso de los sentimientos más intensos. El último gran clásico del cine.
De Almería al estrellato Eastwood y su rostro impenetrable dieron clase al spaguetti western y convirtieron en icónica la imagen del sombrero, el poncho y el cigarrillo puro zurcido a la comisura de los labios en una trilogía para la historia: Por un puñado de dólares (1964), La muerte tenía un precio (1965) y El bueno, el feo y el malo (1966).
Esos papeles le llegaron después de protagonizar algunos filmes de serie B y encarnar durante siete años a Rowdy Yates en la popular serie estadounidense Rawhide, también ambientada en el Oeste. “Estaba cansado de interpretar al vaquero ejemplar”, reconoció el propio actor. “El héroe de Leone era diferente. Una figura enigmática con tonos satíricos que funcionaba en el contexto de la película”, añadió.
Con el último filme de la saga de Leone su fama se disparó y entró de lleno en el firmamento de Hollywood, lo que le permitió trabajar en varias ocasiones con Don Siegel (La jungla humana, 1968; Dos mulas y una mujer, 1970, y sobre todo El seductor, 1971), del que aprendió varias de las claves que posteriormente desarrollaría como cineasta. Y también su economía de medios, ya que Siegel se caracterizó por trabajar con presupuestos ajustados y tomas a la primera, señales patentes en el cine del Eastwood director. En ese mismo año debutó tras las cámaras con el thriller Escalofrío en la noche (1971), donde ya dejaba pistas sobre los terrenos pantanosos y perturbadores que le atraían como narrador, e interpretó uno de los papeles más recordados de su carrera: el del taxativo inspector de policía Harry Callahan y su Magnum 44 en Harry el sucio, de nuevo a las órdenes de Siegel, que vería hasta cuatro secuelas.
Sin embargo, el tándem con el director recogería sus mejores frutos en la mítica La fuga de Alcatraz (1979). En los 80 se volcó en su faceta como realizador y de ahí salieron éxitos como la cuarta parte de la saga de Harry Callahan, llamada Impacto súbito (1983), o las recordadas El jinete pálido (1985) y El sargento de hierro (1986). Y cuando todos pensaban que el declive de Eastwood había llegado, el larguirucho californiano se reveló como uno de los autores más importantes del último cine estadounidense.
Premios Ganó dos premios Oscar, a la mejor película y al mejor director, por Sin perdón (1992), en su primera colaboración con su amigo íntimo Morgan Freeman. Eastwood dedicó el filme en los títulos de crédito a Siegel y Leone.
Doce años después repitió éxito gracias a Million dollar baby, además de ser candidato en esas categorías por Mystic River en 2002 y Cartas desde Iwo Jima en 2006, en las que incluso se animó a componer la banda sonora, sustituyendo a su inseparable Lennie Niehaus.
Desde que filmara en 1988 Bird, la biografía sobre el saxofonista Charlie Parker, Eastwood sorprendió con una voz y estilo propios, encadenando trabajos de hondo calado emocional y reflexiva emoción. Logró, incluso, el milagro de enamorar a la reina del drama, Meryl Streep, en Los puentes de Madison (1995).
Quién se lo iba a decir a ese bebé que pesó más de seis kilos al nacer en San Francisco, hijo de dos trabajadores de una fábrica, y que se libró de ir a la guerra en Corea, confinado en el cuartel como instructor de natación.
El mismo que tuvo cinco hijos con siete mujeres -se casó con Maggie Johnson y Dina Ruiz, con quien vive desde 1996- y que en los últimos tiempos ha manifestado que Gran Torino (2008) sería su testamento como actor. Eso sí, su carrera como director no cesa. Para octubre tiene pendiente el estreno de Hereafter, un thriller sobrenatural protagonizado por Matt Damon, y ya se prepara para rodar una película basada en la vida del ex director del FBI J. Edgar Hoover.
El mundo del cine, no obstante, se resiste a creer que ya no volverá a ver a Eastwood en la gran pantalla. Ese tipo de gesto hosco que pronunció frases para la posteridad tiene que volver. Necesitamos una garantía de ello, aunque seguro que él nos diría que si queremos una garantía, nos compremos un tostador.
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Un acercamiento muy personal al Séptimo Arte, una visión que es una más, sólo eso, ni mejor ni peor. Sobre gustos no hay nada escrito, y todo depende del cristal con que se mira. El cinéfago expone y tú opinas.