Hierático y a la vez azorado, pues le va la vida a su personaje, el actor Gary Sinise contempla un monitor en el que deambula estultamente una presunta doble hélice de ADN. Solemne, proclama: “¡Parece ADN humano!”. A lo que su avispada compañera replica sin inmutarse: “Pero le falta el último par de cromosomas”.
Tal escena no es producto de una pesadilla surrealista, sino de la película
Misión a Marte. Poco importa que la cinta sea obra del gran Brian de Palma o que los créditos hagan gala de un presunto asesoramiento técnico de la NASA. Ni de un cromo del ADN se puede inferir si es humano o cefalópodo, ni el ADN contiene pocos o muchos cromosomas, sino al contrario.
El séptimo arte ha acostumbrado al espectador a tragarse expresiones como “proteína unicelular” o “virus carnívoro”, o a las mil y una perversiones del término “mutación”, todo ello producto de guionistas y directores veleidosos con una absoluta falta de escrúpulo al retorcer las leyes de la física, la matemática, la química o la biología para acomodarlas al particular albedrío del universo hollywoodiense. En
Estallido, suspense vírico sostenido por la eficacia de Dustin Hoffman, un mono infectado produce un antisuero que parece ser apto para inyectarlo directamente en las venas de los pacientes y, además, el minúsculo animal lo fabrica en cantidad suficiente para abastecer a todo un pueblo asolado por la epidemia.
No se trata de eliminar la fantasía en el cine, sino de ceñirlo a los mismos criterios de rigor que prestan credibilidad a una producción basada en la solidez de los detalles históricos o del vestuario.
Quizá el atentado más flagrante contra la ciencia en el cine no provenga de casos como
La guerra de las galaxias del tándem Lucas-Spielberg —¿no os habéis preguntado por qué no están todos flotando en el espacio, por qué las explosiones se ven, si se supone que eso no puede pasar, o por qué esas mismas explosiones “hacen ruido”, si en el vacío se supone que lo único que hay es silencio?—, sino de producciones que se barnizan de ciencia escudándose en clichés preconcebidos o en jerga pseudocientífica. Inciso: aunque inexacta,
La guerra de las galaxias es lo más. Así que, ni tocarla.
Los ejemplos abundan en el terreno de la ciencia ficción. En la mencionada
Misión a Marte, un astronauta se congela ipso facto al arrancarse su escafandra en el espacio. Según los expertos, la baja densidad de moléculas en el vacío impide que el rozamiento arrebate el calor del cuerpo, y la congelación por irradiación pasiva es extremadamente lenta. Muy al contrario, el efecto inmediato sería un achicharramiento por la radiación cósmica (se nota que me he empollado la Wikipedia). Películas como
El núcleo, donde un equipo debe penetrar hasta el centro de la Tierra a bordo de una tuneladora para restaurar el campo magnético del planeta;
El día de mañana, con delirios climáticos aberrantes; o
Armaggedon, con Bruce Willis salvando al planeta de su destrucción por un asteroide amenazador, son una sarta de despropósitos científicos.
No sólo la ciencia ficción es víctima de los gazapos científicos. Hay estudios que se han ocupado de analizar, teórica e incluso empíricamente, fenómenos que se dan por asumidos y que forman parte del inventario de recursos del cine comercial. Los resultados son sorprendentes: las balas no producen chispazos al impactar sobre metal, los rayos láser son invisibles, y un balazo en el depósito de combustible de un vehículo no lo hará explotar. Aún más insólito, un cigarrillo encendido arrojado sobre un charco de gasolina no logra prender el carburante, una equivocación que sedujo al mismísimo maestro Alfred Hitchcock en una de las escenas más tensas de su thriller
Los pájaros.
En España aflora la tendencia en diversos blogs dedicados a esta materia. Entre ellos figura
Malaciencia (
http://malaciencia.blogspot.com/), del ingeniero de telecomunicaciones y desarrollador de software Alfonso de Terán. En sus dos años de vida, ha publicado más de 170 comentarios críticos sobre el maltrato que sufre la ciencia en los designios de los guionistas. Y no se limita a las superproducciones made in Hollywood.
Por fortuna, en el lodo también destellan algunos diamantes. Los expertos coinciden en señalar como ejemplos de buena ciencia en el cine la dictadura genética de
Gattaca, la especulación cósmica de
Contact y la odisea espacial de
2001, donde Stanley Kubrick contó con el asesoramiento del autor, Arthur C. Clarke, para plasmar un espacio sin sonido ni pirotecnia, una simulación de la gravedad creada por rotación, o un correcto reflejo de la ausencia de “arriba y abajo”, error habitual en otras producciones en las que dos naves coinciden de forma casual en la misma orientación con respecto a un punto de referencia absurdo: la cámara que las filma.
En su lucha por imponer la ley científica en el terreno del imaginario colectivo, el físico Costas Efthimiou no se conforma con hundir su bisturí en el cine. También el folclore popular es susceptible de pasar por el tamiz de los cálculos de Fermi para dejar en evidencia su irracionalidad.
El último trabajo de Efthimiou, publicado recientemente en la web arXiv de la Universidad de Cornell (EEUU), demuestra que vampiros, fantasmas y zombis sencillamente no existen. Los espectros no pueden atravesar paredes y al mismo tiempo subir escaleras, un atentado contra el sentido común reflejado en películas como
Ghost, y al que el físico aplica el principio de acción y reacción.
En el caso de los discípulos del conde Drácula, el razonamiento es matemático. Según el autor, la estimación del gobierno estadounidense sobre la cifra de población mundial para el 1 de enero de 1600 era de 536.870.911 habitantes. Si ese día hubiese surgido el primer vampiro y hubiera mordido a una víctima cada mes, reclutándola así para la causa de las tinieblas, en junio de 1602 todos los seres humanos se habrían convertido en vampiros, sin nadie de quien alimentarse.
El argumento desbanca la teoría vampírica por dos vías. Primero, la reducción al absurdo, una vieja conocida de los estudiantes de ciencias. Segundo, el principio antrópico: cualquier hipótesis tiene que ser compatible con la existencia humana. Y el mal sueño de Bram Stoker por una indigestión de cangrejo —según cuenta la leyenda— no lo es. Los sueños, sueños son.